La Palma: entre el ridículo y el espectáculo.
Antonio JIMÉNEZ GÓMEZ
Un individuo ataviado con uniforme de policía, encapuchado, leyó un mensaje que más parecía discurso presidencial que mensaje condenando las malas mañas de decenas de hombres ataviados de caqui. Fue un texto largo, con mucha politiquería ensalzando la lucha contra la delincuencia, que poco importa a quien va a cumplir una sentencia de más de ocho años por lo menos.
Esto ocurrió en el patio del penal de La Palma. Los internos fueron apercibidos del “nuevo orden” que imperará en el que fue en su momento el lecumberri del siglo XXI. Seguramente, los secuestradores, narcotraficantes y delincuentes de élite que escucharon el mensaje terminaron temblando de miedo.
Fue un escenario montado al estilo de las películas norteamericanas, para tratar de demostrar quién es el que manda: el gobierno y no los delincuentes. El sujeto uniformado, con voz firme, les leyó la “cartilla” a tan distinguidos huéspedes: los internos comerán en sus estancias, no habrá horas de patio ni visitas ni llamadas telefónicas cada que se les antoje.
Ahora, dos horas como tiempo límite para dialogar con sus abogados y no 12, como ocurría con Osiel Cárdenas y Benjamín Arellano; tendrán derecho a una llamada telefónica de 10 minutos a su familia por semana que será verificada a fin de que no tengan comunicación con personas ajenas y que puedan pertenecer a grupos del crimen organizado.
Los internos tendrán derecho a "visita familiar e íntima una vez a la semana por cuatro horas, en los horarios y programación correspondientes", y "no se permitirá el intercambio de notas escritas". Es decir, ahora sí van a hacer loque siempre debieron haber hecho. Sencillo.
Por respuesta, Pedro Lupercio Serratos, ex jefe del cártel de Ciudad Juárez, simplemente escupió en dirección de quien dio el mensaje. Eso es lo que piensan los criminales de los discursos bonitos en contra de la violencia de tantos políticos. Un simple escupitajo reveló que, por mucha ley y orden, el poder de esos que viven en el submundo del crimen va más allá de lo que muchos quisieran.
Como si se tratara de una de las tragedias de Sófocles, los hechos que ocurren en el penal de La Palma se suceden unos a otros, de forma intempestiva, en una dialéctica en la que el orden intenta imponerse, cual si fuera fábula infantil, sobre el mal y llegar así a un final feliz.
La corrupción que se enquistó en la cárcel modelo del país reventó de forma inevitable. Era imposible ocultar lo que ahí ocurría. Y ante el escandaloso fracaso que han difundido los medios de información, ahora el gobierno federal intenta contrarrestar --como es su costumbre-- con el espectáculo, con el apantalle, con situaciones mediatizadas.
El problema se divide en dos dimensiones. La de carácter institucional, en la que la federación hace todo lo posible, para ahora sí intentar controlar el nido donde se encuentran los hijos predilectos del mundo criminal. Y la otra, la batalla grande, la de la televisión, las fotografías espectaculares, las frases inventadas que pretenden vender la idea de que sí se combate la corrupción y se trabaja por un México más seguro.
En lo operativo, se han creado cargos dentro de la burocracia dedicada supuestamente a resguardar la seguridad federal, se han consignado a los aparentes responsables de tanto desorden al interior de La Palma, se ha utilizado al Ejército Mexicano para resguardar las instalaciones penitenciarias de referencia, en una evidente muestra de que las fuerzas civiles del orden no tienen la capacidad operativa y moral para asegurar que un lugar es seguro.
En tanto, al interior se ha declarado el toque de queda. Redadas constantes al interior de la celda han permitido conocer que, a pesar de las buenas intenciones del gobierno del “cambio”, en el sistema penitenciario nada ha cambiado. Se trata de un mundo interno, aparte, con su propia realidad.
Ahí manda el que tenga más dinero, el que cuente con mayores contactos y amigos poderosos que sólo una vida dedicada al crimen puede permitir; ello se erige por encima de la justicia, de la ley, del orden institucional, acaparando y condicionando la voluntad de quienes se supone deberían cuidar de la ciudadanía.
Pero eso no existe en La Palma y en la mayoría de las células pertenecientes al sistema penitenciario nacional. Los gobiernos internos, comandados por el preso más acaudalado, más sádico, más influyente, marcan el ritmo de lo que es la tan vituperada “readaptación social”.
En esas escuelas del crimen manda la ley del más fuerte, del más peligroso, de los animales carroñeros que no les importa nada más que seguir disfrutando del poder, en condiciones más seguras que las que tendrían en el mundo exterior.
Pero, ante esta nueva burbuja de corrupción e impunidad al más alto nivel ante esta nueva “alta traición” contra la seguridad de la nación, de quienes en ella habitamos, ¿qué hacer? ¿qué va a pasar?
Lo más seguro es que, después de algunas semanas más de escándalo mediático, no pase nada. Ahora, el gobierno federal le apuesta a la guerra de medios para vencer la imagen que lograron los reos de La Palma. Es, por tanto y de forma lamentable, un simple caso más para los especialistas en mercadotecnia e imagen de la Presidencia de la República.
Pero en el mundo real, ¿qué ocurrirá? Nada. Si la corrupción impregnó La Palma, qué podría evitar que vuelva a ocurrir, qué impediría que ese mismo cáncer estuviera ya controlando la existencia de otros centros federales y estatal s de presunta readaptación social?
La Palma es la evidencia que más allá de la evolución democrática, de los escándalos políticos, de la supuesta bonanza económica, el crimen organizado sigue batallando para ganar espacios de operación.
La lucha de algunos honestos y justos se enfrenta a los “cañonazos “ de a millón, a la tentadora fortuna fácil que se otorga por simplemente cerrar los ojos. ¿Entonces, no queda remedio que aguantar al sistema y esperar que la corrupción siga impregnando el aparato político y de impartición de la justicia?
Lo ideal sería que la sociedad trate de ejercer su memoria histórica, darse cuenta de que tiene el poder de obligar a sus autoridades para que en realidad actúen para erradicar los vicios que imperan al interior de las cárceles. Y evitar que casos tan indignantes de corrupciones vuelvan a repetir.
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