Más de 32 millones de personas consumen bebidas alcohólicas en nuestro país, lo que representa casi la mitad de la población adolescente y adulta. Es decir, se trata de un problema social y de salud que tiene consecuencias graves, sangrientas, fatales.
Del total de consumidores, según cifras oficiales, 650 mil hombres y cerca de 15 mil mujeres tienen problemas con su forma de beber al grao de requerir un tratamiento especializado. A ellos, hay que sumar casi tres millones de personas –en una proporción de una mujer por cada ocho hombres—que dependen de forma “moderada” de las bebidas alcohólicas.
Por otra parte, uno de cada cinco ingresos a salas de urgencia por eventos traumáticos presentan alcohol en la sangre, y uno de cada diez corresponde a personas dependientes. Es decir, accidentes en los que una de las víctimas o el victimario estaba bajo el influjo de bebidas embriagantes.
Estas cifras alarmantes nos dan una idea de la gravedad del problema del alcoholismo en nuestra sociedad. Es un fenómeno que día con día cobra mayor impacto en los sectores de la población más jóvenes, cuyos integrantes conciben que el tomarse un trago les confiere un status social de fuerza, vigor e independencia.
Los efectos del consumo excesivo de alcohol tienen consecuencias en la economía, en la dinámica familiar, en la productividad, en la configuración de las relaciones sociales. Y es que, culturalmente, ese vicio se ha consolidado como un hábito que marca el ritmo de la vida moderna.
Por ejemplo, ¿sería posible imaginar un jueves de pozole sin mezcal? ¿O alguna fiesta religiosa sin el consume kilométrico de cervezas, tequilas y lo que Dios ponga en las manos de los abnegados y pecaminosos? ¿será posible una noche romántica tomando agua de jamaica o de horchata, en lugar de una cerveza o de algún trago de nombre fantasioso?
Es difícil imaginar una sociedad sin el ritual que implica el consumo de las bebidas embriagantes. De muchas formas, ese hábito se justifica, se disfruta, se necesita. Sin embargo, como ocurre generalmente en las actividades humanas, se cae en el exceso, y ello genera problemas.
Es preocupante ver cómo en los centros de diversión nocturna en Chilpancingo cada día –o mejor dicho, cada noche—es más frecuente ver a menores de edad en completo estado de ebriedad.
O bien, en esos jueves de pozole también es de llamar la atención que cada día más mujeres terminan invocando a Baco, después de un solaz consumo de cuanta bebida llegue a su boca, sin la menor preocupación.
Y todavía es más curioso escuchar declaraciones por parte de las autoridades sobre este problema, que a veces sorprenden o de plano son lamentables. Por ejemplo, recientemente Martha Sahagún de Fox confundió a los 32 millones de mexicanos que consumen bebidas embriagantes con alcohólicos.
Entre el discurso y la realidad, el alcohol sigue ganando adeptos. Y en su atención o las consecuencias de ese vicio, el gobierno gasta millones de pesos anualmente: ya sea en la atención médica de los bebedores o de los accidentes que estos provocan, en la reparación de daños a la vía pública, en las diversas manifestaciones que derivan de su abuso.
Tal vez uno de los aspectos más graves es que el alcoholismo no distingue de clase social, religión o preparación académica. Es una de las adicciones más democráticas y plurales del mundo, y por ello sus consecuencias pueden ser más nocivas, sobre todo cuando quien lo padece detenta alguna responsabilidad pública o cargo de importancia.
Pero la principal afectación se da en la célula social: la familia. Si bien el alcohol puede discapacitar física, mental y espiritualmente a quien la consume, también se ubica como un factor que potencializa la ocurrencia de casos de violencia intrafamiliar, y no sólo porque el marido que llega ebrio desquita sus corajes y frustraciones a goles con su pareja.
Hay que recordar que la Secretaría de Desarrollo Social federal creó un programa de concientización de maridos, que se aplicará de forma paralela a la estrategia de combate a la pobreza denominada “Oportunidades”, con el fin de que el elemento masculino de la pareja que sea beneficiaria, no obligue a punta de puñetazos y cachetadas al elemento femenino a que le dé el dinero de ese apoyo para irse a beber.
Y es que los casos documentados del incremento de la violencia intrafamiliar en comunidades rurales donde opera el programa Oportunidades fue tan alarmante, que preocupó al gobierno federal y actuó en consecuencia.
Es por ello que la sociedad en sí misma debe ir creando sus propios procesos de control de adicciones, en este caso del alcohol. Es urgente que los diferentes niveles de gobierno y las estructuras sociales sumen esfuerzos y se aboquen a prevenir y combatir esa adicción.
Beber puede ser uno de los mayores placeres de esta vida, pero también se puede convertir en un vicio maldito que cause muerte, dolor, destrucción familiar y muchas heridas, no sólo físicas sino morales, que evitan que Guerrero y México progresen. Es tiempo se hacer algo.
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