El debate entre los tres candidatos a la gubernatura finalmente se abortó. Después de muchas expectativas, escándalo estéril, críticas contradictorias y acusaciones a caudales, una vez más se frustró la intención de realizar el encuentro entre Héctor Astudillo Flores, Porfiria Sandoval Arroyo y Zeferino Torreblanca Galindo.
Ante los medios de comunicación, cada candidato ha expresado sus razones para asistir y no asistir al debate. Este enfrentamiento mediático, como siempre, se ubica entre los dos principales contendientes, quienes aprovechan la coyuntura para insistir en un proceso de desacreditación del “otro”, que no aporta nada nuevo.
Héctor Astudillo y su equipo acusan la cobardía e incapacidad del Torreblanca Galindo. Desde el inicio de las campañas oficiales, el debate se constituyó como uno de los principales conceptos del intento de mercadotecnia proselitista, con el propósito de revertir la desventaja que enfrentaba en la preferencia del electorado según las encuestas.
La insistencia en la organización del debate se convirtió en una obsesión para la alianza encabezada por el PRI. Algunas organizaciones intentaron concretar dicha aspiración, empero hubo un primer desprecio por parte del abanderado perredista.
A partir de ahí, se optó por que el Consejo Estatal Electoral fuera el organizador del debate. Sin embargo, desde el primer momento, ese conglomerado ciudadano marcó su distancia en la guerra declarativa estéril, al afirmar que su rol sería única y exclusivamente el de coordinador logístico, en la medida de que los equipos de campaña se pusieran de acuerdo en torno a quien financiaría el evento y los detalles de su organización y transmisión.
Esa actitud permitió que los representantes de las dos coaliciones y el partido político que contienden en este proceso, continuaran fincando las negociaciones en su afán de protagonismo y su ego triunfalista. Si bien hubo un acuerdo inicial en el sentido de realizar tan esperado encuentro el 11 de enero, lo cierto es que no se pudo ir más allá de un documento plagado de buenas intenciones.
Conforme fue transcurriendo el tiempo, los representantes de las coaliciones y los partidos políticos implicados fueron definiendo sus condiciones para la realización del debate; cada uno buscando generar las condiciones que le pudieran ser más favorables a su peleador, asumió actitudes hasta cierto punto intransigentes lo que llevó al mismo destino que antes: a nada.
Llegó el 11 de enero y nada. Simplemente no pasó nada. Eso sí, cada uno de los actores involucrados en este escueto ejercicio de democracia se lanzó a la yugular de sus contrincantes, tratando de exhibirlos ante la sociedad como los cobardes, como los tramposos, como los incongruentes, como los retrógradas.
El priísmo disfrazado de coalición finca ahora su ofensiva mediática en el temor de Zeferino Torreblanca Galindo de enfrentar ideas y propuestas en un espacio público, con el fin de que los electores definan su intención de voto con mayor conocimiento de causa.
El perredismo superado por los subsistemas ciudadanos que realizan el trabajo que la estructura partidaria debería hacer, fundamenta su defensa en la eterna acusación de que Héctor Astudillo Flores y sus estrategas pretenden hacer trampa en el evento, con el fin de cantar a los cuatro vientos que es el triunfador.
Estos argumentos se convierten en excusas, las excusas se convierten en medias verdades. Así cada representante, cada quipo de campaña dice su verdad, la defiende, la argumenta en el mejor de los casos; pero la otra realidad la confronta, la debilita, la contradice. Por lo tanto, ¿a quién creerle?
Cada lector tendrá su opinión y le confiará el beneficio de la duda, o la seguridad de su convicción al candidato de su preferencia. Pero la realidad persiste y marca que a menos de un mes de los comicios, se intensifica el combate estéril sobre un hecho sobre el cual todo mundo habla pero nadie tiene la real voluntad de actuar.
¡Lo que pasará? Tal vez, y sólo tal vez, en los días previos a la jornada electoral, de repente los equipos de campaña se pondrán de acuerdo para organizar un repentino debate. Dependiendo de cómo evolucionen las mediciones acerca de las preferencias del electorado, los equipos de campaña definirán la necesidad de ese encuentro emergente para tratar de romper con el aparente equilibrio que indican las encuestas.
El debate, por lo tanto, se colocaría como el paso final en los cierres de campaña como un instrumento mediante el cual se logre marcar las preferencias a favor de un aspirante, lo cual se refleje días después en las urnas. Sin embargo, eso será posible.
A pesar de lo que muchos indican y de lo que ocurría hace seis años, las campañas no terminan de despegar. Con propuestas de más de lo mismo y alguno que otro sueño guajiro y tremendamente populista, los candidatos pretenden encantar al electorado. Y el debate sería el clímax de ese esfuerzo. Sin embargo, todo podría quedar en una simple e inútil guerra declarativa.
En unas semanas veremos si estos comentarios se sujetan a la realidad –como ha ocurrido en ocasiones anteriores—, o bien, la realidad fue diferente y ojalá para bien. Lo cierto es que a este día, ya no hubo debate.
martes, enero 11, 2005
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