Antonio JIMÉNEZ GÓMEZ
Chilpancingo está envuelto en una nube de humo densa, que hiere, que provoca una muerte lenta, silenciosa como el respirar. Muere el ecosistema, la ciudadanía enferma. En esta ciudad coronada por cerros, donde a principios del siglo pasado los árboles creaban un paisaje placentero y hasta caía nieve en Navidad –según las crónicas de Ignacio Manuel Altamirano--, ahora difícilmente se puede ver con claridad un edificio a un kilómetro de distancia.
Los incendios, más de 115 en la actual temporada, han puesto en jaque al medio ambiente que se respira en la capital, y han demostrado la incapacidad humana para proteger al ecosistema: por una parte, no se puede evitar que los campesinos sigan acabando con la vegetación cuando queman sus cerros para preparar las tierras de cultivo. Por la otra, desde el gobierno federal hasta los ayuntamientos siguen considerando el combate a los incendios como algo que se remedia solito con la llegada de la temporada de lluvias. Nada más lamentable.
Pero los daños al medio ambiente, producto de la incineración de más de once mil hectáreas de terreno –dicen que lo bueno es que la mayoría es de arbusto y pastizal; lo malo es que ello es reflejo del problema de deforestación que avanza implacable—son irreversibles, graves, aunque ello sea minimizado.
La contaminación en el aire es tal vez el problema más grave. Esa se respira, se asimila en la piel, afecta los mantos acuíferos; no distingue edades, sus efectos se sañan con los bebés, con los ancianos; produce todo tipo de malestares en los ojos, en la garganta, sensación de cansancio, enfermedades respiratorias. Las partículas suspendidas se depositan sobre los alimentos, sobre los riachuelos. Y lo peor, en las unidades del sector salud casi no hay medicinas.
La población común, la que vive de lo que puede en una ciudad de burócratas, estudiantes, comerciantes y migrantes, asume este periodo como algo normal, cotidiano; para la mayoría es algo inevitable. Pero es increíble percibir que aún en la Ciudad de México –la ciudad contaminada por excelencia-- la visibilidad es mayor que en Chilpancingo.
La intensidad del problema se desprende de las cifras y se siente en cada momento del día. Pero lo más curioso, a pesar de que la mitad de esos 120 incendios se han concentrado en el territorio chilpancingueño, para las autoridades no hay ningún problema como para preocuparse.
Representantes de diversos niveles de gobierno consideran que no hay un problema grave de contaminación, aunque no se pueda ver la ciudad de oriente a poniente, o de norte a sur. Hay un poco de humito pero es normal, argumentan. Tampoco hay problemas de salud, aunque las enfermedades respiratorias se hayan incrementado en 30 por ciento –según registros oficiales—y a nivel estatal se reporte un promedio de 150 casos de conjuntivitis nuevos cada semana. Y eso aún es cuestionable.
Por ejemplo, apenas el alcalde –y supuesto médico—Saúl Alarcón Abarca declaraba que tenía conocimiento de 20 casos de conjuntivitis en la ciudad. Pero como ese personaje apenas puede ir de su casa a su oficina, no alcanza a darse cuenta de la magnitud del problema. El mismo día de la declaración, en un recorrido por cinco consultorios privados, pudo contarse más de 20 casos de padecimientos conjuntivales, sólo en niños menores de tres años.
Pero eso no cuenta; esos pequeños no valen para las estadísticas porque sus padres, preocupados por no enfrentarse al burocratismo, negligencia y pobreza del sector salud publico, prefirieron pagar un médico privado. Y a partir de ahí, son borrados de los registros. Los enfermos “de lujo” no cuentan.
Pero el problema sigue. La infición se agrava día con día. Y tanto habitantes como autoridades sólo les queda consagrar sus plegarias al dios Tláloc. El colmo de la impotencia, la irreverente muestra de que para los políticos, mientras no haya muertos, un problema no existe. La irremediable realidad de que, podrán desperdiciarse millones de pesos en campañas electorales, en financiar un sistema de corrupción, pero para proteger el medio ambiente y cuidar el lugar donde habitarán nuestros hijos, para eso nunca hay dinero.
La irresponsabilidad de los campesinos que queman el campo, de los gobiernos que poco o nada hacen para prevenir y combatir el problema de los incendios forestales, de la ciudadanía que no exige a la autoridad pública que haga algo, que tome decisiones, que aplique presupuestos, esa irresponsabilidad acumulada por años la pagarán, la pagan ya nuestros hijos.
Ellos crecerán y vivirán en un ambiente más enrarecido, conocerán los bosques sólo por imágenes de computadora o en los libros, cada día beberán y usarán menos agua. Pero lo peor es que su organismo irá cambiando en la medida en que la contaminación continúe siendo parte de ellos...
miércoles, mayo 11, 2005
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